La Cuidad del Engaño: Cómo la ilusión atrae y la sabiduría libera…

Un sabio maestro y su joven discípulo viajaban juntos por tierras lejanas. El maestro era prudente y silencioso, mientras que el discípulo era impulsivo, curioso y con una marcada inclinación por los placeres de la vida.

Un día, llegaron a una ciudad extraña donde todo, absolutamente todo, costaba un solo peso. Oro, comida, perfumes, ropa fina… todo estaba al alcance de cualquiera. El discípulo, fascinado por tal abundancia, exclamó con entusiasmo:

—¡Maestro, vivamos aquí para siempre!

Pero el maestro frunció el ceño y respondió con firmeza:

—Sal de aquí ahora mismo. Esta ciudad es peligrosa. Es la ciudad de la oscuridad.

El discípulo no quiso escuchar. Embriagado por la facilidad del placer, desobedeció y se quedó. Con el tiempo, vivió como un rey: comía en exceso, se rodeaba de lujos, dormía largas horas, reía con personas superficiales. Engordó, se volvió flojo y olvidó por completo el propósito espiritual que alguna vez lo guió.

Pasaron cinco años. A simple vista, su vida parecía perfecta. Pero en el fondo, algo no estaba bien. La ciudad, detrás de sus encantos, escondía una lógica absurda y peligrosa.

Un día, un hombre fue herido por un muro que se derrumbó. El rey de la ciudad, tan ignorante como su ministro, decidió que alguien debía pagar por aquel accidente, sin importar quién. Así comenzó una cadena de culpas ridícula: culparon al dueño de la casa, luego al contratista, después al albañil, al mezclador de mortero, al repartidor de agua y, por absurdo que parezca, terminaron acusando a una prostituta que cantaba en la calle el día del derrumbe.

La sentencia fue la horca. Pero cuando intentaron colgarla, descubrieron que su cuello era demasiado delgado para ajustarse a la soga.

Entonces, se propusieron encontrar a alguien con el cuello del tamaño adecuado. Buscaron por toda la ciudad, hasta que vieron al discípulo, gordito y adormilado en su hamaca. Era perfecto. Sin explicación alguna, lo arrestaron. Nadie preguntó si era culpable. Solo importaba que la soga le quedara bien. Preso del miedo, el discípulo recordó las palabras de su maestro. Comprendió que su desobediencia, su deseo de placer y su olvido espiritual lo habían llevado a esa trampa.

En el último momento, apareció el maestro. Lo habían estado observando desde lejos, y sabía que ese día llegaría. Cuando se enteró de lo ocurrido, corrió al lugar de la ejecución y gritó:

—¡Paren! ¡Él no debe morir! Yo quiero ocupar su lugar.

Pero el discípulo, llorando, se negó:

—No, maestro. Yo desobedecí. Me entregué a la ilusión. Yo lo merezco.

La discusión fue tan intensa que llamó la atención del rey, quien quiso saber por qué dos personas discutían por el derecho a morir.

Cuando le contaron que, según una antigua leyenda, quien muriera voluntariamente en ese momento alcanzaría una reencarnación como emperador del mundo, el rey se cegó por el deseo de poder. Sin pensarlo dos veces, subió él mismo al cadalso y se colgó, creyendo que aseguraría su grandeza futura.

En medio del caos y la confusión que siguió, el maestro y el discípulo escaparon discretamente de la ciudad.

Días después, ya a salvo en los Himalayas, el discípulo se arrodilló ante su maestro y le pidió perdón con el corazón abierto. Juntos retomaron la vida simple, de disciplina y silencio. Allí, en la quietud de la montaña, el discípulo descubrió una felicidad más profunda que todos los placeres que la ciudad alguna vez le ofreció.

Una felicidad que ya no dependía de nada externo, sino del conocimiento de sí mismo.

HARI OM TAT SAT

Que los maestros nos bendigan con mérito

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